(Atención: este artículo contiene SPOILERS)
Avisaron, eso no se les puede negar. Lo dijeron bien clarito: «La sexta temporada de Juego de tronos es la mejor que hemos hecho». Baja Modesto, que suben David Benioff y D. B. Weiss.
Y eso que no son ellos mucho de ponerse así de chulos. Por eso había
muchas expectativas puestas en la última temporada de la serie, cuya
emisión se completó el pasado domingo en HBO. Y porque, con ella, la adaptación televisiva de la Canción de hielo y fuego superaría el punto de la historia hasta el que han avanzado los libros de George R. R. Martin. Resultado: cuatro estrellitas. Aunque «la mejor temporada de Juego de tronos» quizá sea mucho decir, nos parece justo reconocer que ha sido la mejor de los últimos años.
Eso no quita, claro, que no vayamos a
dar nuestro paseo anual por Poniente perdonando vidas y haciendo como si
Weiss y Benioff nos debieran dinero. Y aplaudiéndoles las piruetas, eso
también. Honrando la que ya es tradición en esta casa, hoy traemos un surtido picadito de impresiones acerca de la sexta temporada de Juego de tronos.
Siete para lo mejor, siete para lo peor. Y esta vez en dos entregas; en
la de hoy señalamos los puntos flojos de la temporada y en la segunda,
mañana, cantaremos las alabanzas. Y le invitamos, como siempre, a que
alce el dedo y a que se encarame con nosotros al tonel de pontificar,
que arriba siempre hay hueco. Y a que no se lo tome muy en serio, que
tampoco es esto la reforma educativa. Habrá SPOILERS, obviamente. Y unos spoilers
del copón, porque hemos supera
(Atención: este artículo contiene SPOILERS)
Avisaron, eso no se les puede negar. Lo dijeron bien clarito: «La sexta temporada de Juego de tronos es la mejor que hemos hecho». Baja Modesto, que suben David Benioff y D. B. Weiss.
Y eso que no son ellos mucho de ponerse así de chulos. Por eso había
muchas expectativas puestas en la última temporada de la serie, cuya
emisión se completó el pasado domingo en HBO. Y porque, con ella, la adaptación televisiva de la Canción de hielo y fuego superaría el punto de la historia hasta el que han avanzado los libros de George R. R. Martin. Resultado: cuatro estrellitas. Aunque «la mejor temporada de Juego de tronos» quizá sea mucho decir, nos parece justo reconocer que ha sido la mejor de los últimos años.
Eso no quita, claro, que no vayamos a
dar nuestro paseo anual por Poniente perdonando vidas y haciendo como si
Weiss y Benioff nos debieran dinero. Y aplaudiéndoles las piruetas, eso
también. Honrando la que ya es tradición en esta casa, hoy traemos un surtido picadito de impresiones acerca de la sexta temporada de Juego de tronos.
Siete para lo mejor, siete para lo peor. Y esta vez en dos entregas; en
la de hoy señalamos los puntos flojos de la temporada y en la segunda,
mañana, cantaremos las alabanzas. Y le invitamos, como siempre, a que
alce el dedo y a que se encarame con nosotros al tonel de pontificar,
que arriba siempre hay hueco. Y a que no se lo tome muy en serio, que
tampoco es esto la reforma educativa. Habrá SPOILERS, obviamente. Y unos spoilers
del copón, porque hemos superado los libros y ahora ya sí que sí
hablaremos de todo. Advertido queda si aún no ha acabado la temporada o
el último libro, Danza de dragones. Como dijo Edmure Tully, el que avisa no es traidor.
do los libros y ahora ya sí que sí
hablaremos de todo. Advertido queda si aún no ha acabado la temporada o
el último libro, Danza de dragones. Como dijo Edmure Tully, el que avisa no es traidor.
1. Alliser Thorne y la banalidad del mal
A lo mejor es que David Benioff y D. B. Weiss se han leído ahora a Hannah Arendt,
puede ser. A lo mejor quieren entonar una sentida trova a la
constitución contradictoria del alma humana, Dios no lo quiera. Pero
observamos que últimamente ningún villano se va de Juego de tronos sin recibir lo suyo, no digamos lo de su prima. Porque a la hora de morir, zas: discursito redentor. Yo no soy mala, es que me han dibujado así. Y hala, tira. Espadazo, chorrito y títulos de crédito. Ni-no, ninoni-no, ninoni-no. Y usted en su casa como Kevin Kline cuando aquello. Y cae en la trampa, porque cae. No, si en el fondo no era tan malo. ¿Ves? Ahora me da pena.
Y no, mire. Alliser Thorne, no jodas.
Desde el tercer capítulo dándole pellizquitos de monja a Jon Nieve.
Desde el tercero, y van sesenta. Y al pobre Sam que si gordi, que si
floji, que si no sé qué. Y al final no, yo es que cumplía con mi deber. Y
en realidad soy muy íntegro, si lo piensas. Y un dechado de virtudes,
por qué no decirlo. Por eso me han puesto un niño al lado en la horca,
qué te crees. Lenguaje cinematográfico. Pues vale, Weiss, Benioff. Pero
mirad una cosa. Yo he venido a que ahorquen a este señor, eh, con mis
palomitas y mis gafas de 3D, eh, a reírme y a patalear como una hiena. Y
quiero un ahorcamiento como Dios manda. Con su saña y su revancha. Y
eso no es enseñarlo con obscenidad, amiga. Como si no lo enseñas. Basta
con que el malo llegue a su muerte siendo eso, el malo. Y con que al
final, por hache o por be, no me tenga que ir yo a mi casa con la
bajona.
Roose Bolton, tres cuartos de lo mismo.
El gorrión Supremo, igual. Incluso el único gesto humano que le vimos a
la Niña Abandonada en todo Juego de tronos fue cuando ofreció consuelo a Arya —«todo acabará pronto»— y la posibilidad de morir de pie o de rodillas, justo antes de morir ella misma.
Todos tuvieron su minutito de oro poco
antes de caer, con la excepción de Ramsay Bolton y Walder Frey —y quizá
solo porque se ha establecido que esos dos personajes, más que
motivados, están cucú de la cabeza, y eso no hay background que
lo enmiende—. Es trampa, porque el objetivo no es obrar una
transformación de verdad: es dejarle a usted mal cuerpo caiga quien
caiga. Cuando lo hacen los buenos porque son buenos y cuando lo hacen
los malos porque resulta que también eran buenos, aunque vayamos a
descubrirlo a última hora y por la vía del discurso. Los showrunners no dirán eso en las entrevistas promocionales y los junkets de prensa, por supuesto. Dirán que en Juego de Tronos
también los villanos tienen sus estratos y sus motivaciones y rollos
superguapos, bla, bla, bla. Y los periodistas lo repetiremos como
cacatúas, porque a ver si se cree usted que las páginas se llenan solas.
Pero no, mentira. Varys, Melisandre, Jaime o Theon, sí. Los que
cambiaron de bando en vida, y esa transformación constituyó buena parte
del cuento. Pero ya, fin. Alguien debe montar guardia en los extremos
del espectro, y ser verdaderamente los buenos y los malos. Esto es
ficción, no realidad. No rigen los principios de la psicología, sino las
leyes de los cuentos. A ver si llevamos seis años, seis, rodando las
cabezas, y resulta que aquí no era nadie el malo.
En el fondo, la culpa es también suya y
mía, no se crea. Somos nosotros, los espectadores, los que nos hemos
dejado convencer de una gran tontería: que las ficciones no deben ser
maniqueas. Como si eso fuera posible, o acaso deseable. O como si algo
tuviera de excitante un personaje virtuoso que se enfrenta a otro
personaje virtuoso porque claro, las circunstancias. Yo no he venido
aquí a eso, ni a que me eduquen el espíritu, Weiss, Benioff. Muchas
gracias. Al fútbol y al ajedrez voy a emocionarme con las jugadas. Y Juego de tronos
es eso, o eso pone en el cartel de la entrada: un choque. Con su
sacrificio de los peones y sus tarjetas rojas injustas. Si todos somos
buenos, entonces estamos jugando al chinchón apostando garbanzos. Y la
epopeya se nos queda en coaching. Para eso me voy a ver Anatomía de Grey.
2. Sandor Clegane y el Palmar de Troya
Por dónde empezar, Weiss, Benioff. Por dónde empezar.
Aquí tenía que haber un monasterio,
punto uno. Ubicado en una isla, y la isla ubicada en una ría en la
desembocadura del Tridente. A la que se accede atravesando las marismas
que descubre la marea baja. Una especie de monte Sant-Michel,
en resumen. Era caro de hacer, vale. No era estrictamente necesario
ceñirse a los detalles, vale. Ni siquiera hacía falta que llegásemos de
la mano de Brienne, como en los libros, o que Sandor Clegane ejerciera
como el enigmático sepulturero de la congregación. Hasta admitimos que
Isla Tranquila era complicada cinematográficamente, porque en ella rige
el voto de silencio y ya me dirás tú cómo hacemos televisión con todo el
mundo callado. Y que, precisamente por eso, parece el sitio ideal para
que economicemos en la partida de producción, que estamos en la sexta
temporada, los dragones son ya muy grandes y las batallas de los
bastardos no se hacen solas. Vale. Pero hombre, yo qué sé. Es que esto
tampoco, Weiss, Benioff, perdonadme. Ya no porque la Isla Tranquila no
sea una isla; es que no es nada. No hay nada. Que lo están construyendo,
diréis. Ah, claro, muy bien. Pero, mientras tanto, esto es el
equivalente en la ficción de una esfera ideal suspendida en el vacío:
gente en un prado, Weiss, Benioff. Gente en un prado.
Y qué gente. Qué caras. ¿Esto qué es,
una secta? Porque lo parece. La granja-secta-polígama de Playmobil,
edición Esperando al ovni. Con el opening ese, de verdad. Qué cursi. Y qué cliché tan grande. Y el aluvión que viene después: el parto leña; el yo estuve en Vietnam; el tú eras Jeremy Irons y yo Robert De Niro y al final nos queman la aldea; etcétera. Y el Hermano Mayor, que esa es otra. Se hace reiki, se hace coaching
de vida, se vende Ford Focus. Hasta le tenéis que haber sacado diciendo
expresamente, y cito, «soy un puto septón», porque era talmente uno que
entra en un bar. Y encima sin decir nada que no haya dicho Paulo Coelho. Barato todo. Baratísimo. Eso no se le hace a Ian McShane, Weiss, Benioff. Perdonadme que os lo diga.
Y menos que nadie a Sandor Clegane.
Porque el Perro, más que ningún otro personaje, necesita vuestra ayuda. O
sea: hombretón vueltadetódico, robusto físicamente, devoto de sus
obligaciones y atormentado por su pasado. A lo mejor es el protagonista
de cualquier película de Bruce Willis. A lo mejor. Y de
la mitad de películas de acción de los últimos cuarenta años. ¿Es eso
malo? No. Contar con un prototipo tan reconocible es hasta deseable, más
entre tanto personaje extravagante como hay en Juego de tronos.
Engrasa, resulta digestivo. Y más si da las mejores ensaladas de
hostias de la serie. Pero, lo dicho, que entonces necesita ayuda, no que
le hagáis las jugarretas relacionadas con el presupuesto precisamente a
él. No que lo ubiquéis como protagonista en un escenario tan abstraído
que ha quedado reducido a la égloga pastoril. Si se sumerge a un
personaje cliché en un universo de clichés y lo echamos a andar por sí
solo, como si fuera un muñeco a cuerda, entonces pasa esto. Mi hermano
me quemó la cara: trauma. Mato porque tengo trauma: más trauma. Como
tengo tanto trauma por matar, me meto en una secta absurda pero los
matan a todos: supertrauma. Y así seis años sin que al Perro le ocurra
realmente algo, porque todo lo que le pasa acaba siendo lo mismo. Y la
casa sin barrer, y la pistola de Chèjov sin aplicar. Y la gente se marea y el público se mea.
Para hacer volver al Perro así,
garbanceramente y mal, y sin que luego concurra más que tangencialmente a
los acontecimientos importantes de la temporada —ni siquiera aparecía
en el capítulo final—, os lo podíais haber ahorrado. Que reapareciera
más tarde, en la séptima temporada, ya integrado directamente en la
Hermandad sin Estandartes. Total, sería casi más plausible que
encontrarlo donde lo hemos hecho. Y todo ese metraje tontamente
invertido en una fábula de Samaniego podría habernos
servido para no incurrir en algunas de los omisiones más incomprensibles
de la temporada —cof, cof, el pasado del Cuervo de Tres Ojos como
Brynden Ríos, cof—.
3. Esta muerta está muy muerta
Y mira, hablando de omisiones dolorosas. Nos vamos a dar el gusto de reventar el que ha sido uno de los spoilers más peligrosos de Juego de tronos, fundamentalmente porque ya ha dejado de serlo. Si no ha leído los libros, agárrese a algo. ¿Ya? Va:
Catelyn Stark no murió en la Boda Roja. O
sea, sí. Pero revivió al tercer día, hosanna en el cielo. Y ahora es un
zombi, o algo parecido. Un zombi superjodido. Y se hace llamar Lady
Corazón de Piedra. Y es la líder de la Hermandad sin Estandartes. Y está
enfadadísima, porque tú me dirás. Y le da igual ocho que ochenta. Y
están los Frey ahora mismo que no tienen Poniente para correr. Y los que
no son Frey, también.
¿Y quiere saber lo mejor de todo?
Weiss y Benioff han eliminado todo esto de la adaptación.
Durante mucho tiempos no quisimos creerlo, y confiábamos en que la espectacular rentrée de Catelyn —que en los libros ocurre poco después de la Boda Roja, en el epílogo de Tormenta de espadas— solo se estaba posponiendo. Y por eso no incurrimos en spoiler a la hora de criticar su ausencia, como hicimos cumplidamente en las revisiones de la cuarta y la quinta temporada. Parecía evidente
—esa cursiva es enfática— que Lady Corazón acabaría llegando, y no
queríamos estropear la sorpresa. Pero cuando ha terminado la sexta, y es
obvio que el personaje ha sido eliminado de la adaptación, ya no tiene
sentido guardar el secreto, porque resulta que no lo era. Weiss y Benioff no mentían, ni piadosamente ni de la otra forma. Ni George R. R. Martin. Ni Michelle Fairley. En la tele, Catelyn murió, punto. ¿Usted da crédito? Nosotros ni un poco.
Dirá usted, porque usted es así, que no
es tanta la tragedia. Beric Dondarrion ha resucitado. Jon Nieve ha
resucitado. Benjen Stark ha hecho algo parecido a resucitar. Gregor
Clegane también, e incluso su hermano Sandor, a efectos narrativos, ha
vuelto figuradamente a la vida, reenganchándose de nuevo a las tramas
cuando se le daba por abatido. ¿No resultaría machacona otra
resurrección?, dirá usted. ¿No sería casi un chiste? Respuesta: sí.
Matiz: ahora. Porque a Catelyn le correspondía volver no después de
todos ellos sino antes, en segundo lugar tras Dondarrion. Y en la sexta
temporada solo debía involucrarse con decisión en los acontecimientos.
El más relevante, la masacre de la estirpe Frey, pero también la muerte
definitiva de Beric Dondarrion y la (posible) de Brienne de Tarth. En
lugar de eso, Beric y Brienne siguen vivos y las dos hijas de Catelyn
han acabado con las dos casas que ella se proponía extinguir: la Frey y
la Bolton. Pues bueno, pues vale. No diremos que el puzle no se ha
reencajado con habilidad. Pero nos sigue pareciendo que, sin Lady
Corazón de Piedra, Juego de tronos ha perdido una gran oportunidad.
Y el porqué ya lo mentamos en su día,
a colación de la Boda Roja. Después de ejercer como esposa en la
primera temporada, como viuda en la segunda y como madre en la tercera,
«Catelyn Stark, de soltera Tully, ha recorrido todos los roles que le
reservaba su papel de gran matrona en Juego de Tronos», y por
eso murió. Haciéndola volver Weiss y Benioff habrían contravenido este
principio, y ojalá lo hubieran hecho. Ojalá en la ficción rompedora que
presume ser Juego de tronos también las matronas, las madres y
las viudas, las señoras, pudieran trascender sus roles femeninos —la
madre abnegada, la cortesana conspiradora, la luchadora corajuda en un
entorno de hombres— y convertirse, ellas también, en esos personajes
aparentemente unisex que luego nunca lo acaban siendo: las criaturas,
las fieras sobrenaturales. Nada tiene de valiente ni de nuevo que un
guerrero joven, un Cid campeador como Jon, vuelva a la vida para seguir
blandiendo su espada; pero sí lo tiene que lo haga la esposa del héroe,
la madre del guerrero. Que Catelyn recupere la vida —no Ned, no Robb, no
Jon; Catelyn— constituye la singularidad, el acontecimiento feliz y
poderoso que habría distinguido a Juego de tronos entre las grandes ficciones comerciales y lo habría hecho ganar dignidad respecto al texto original, la Canción de hielo y fuego.
Algo en lo que pensar para todos los que celebran el papel de las
mujeres en esta sexta temporada, quizá demasiado impresionados por el
caramelito —y solo caramelito— que constituye la joven Lady Lyanna
Mormont, y porque no recuerdan demasiado bien los libros. Lady Corazón
de Piedra no está. Arianne Martell no está —de eso hablaremos luego—. Y
por más que otros personajes femeninos hayan conquistado un protagonismo
formal y muy visible en la política de Poniente, no vemos que reciban
un tratamiento narrativo distinto del convencional, quizá solo con la
feliz excepción de Yara Greyjoy y el papel, siempre sui generis, de Arya
Stark.
4. Jon Nieve, crónica un «meh» anunciado
Y quizá lo peor de todo es que la
amputación de Lady Corazón de Piedra no ha servido para nada. La omisión
perseguía un objetivo, pero ese objetivo no se ha cumplido.
Recordará usted que al acabar la quinta
temporada dejamos a Jon Nieve más muerto que Mufasa. Pues bien; el
pasado abril, justo antes empezar la sexta temporada, en la casa de
apuestas online BetWay la resurrección del Lord Comandante se cotizaba
1/100, lo que significa que el 99% de las apuestas eran a favor —eso y
que los vencedores se habrán embolsado a estas alturas la friolera de un
euro por cada cien apostados—. Y no, le anticipo que no todos eran
eminentes exégetas de la obra de George R. R. Martin. De hecho, solo el
80% apostaron a que abandonaría seguidamente la Guardia de la Noche, y
eso que el juramento lo dice bien claro: «La noche se avecina, ahora
empieza mi guardia. No terminará hasta el día de mi muerte». Es decir,
que muchos ni siquiera conocían demasiado bien la obra de George R. R.
Martin, y pese a eso acertaron. Les bastó con la intuición. Con sumar
dos y dos.
Y a usted también, no diga que no. Lo
sabían ellos, lo sabía usted y lo sabía yo. Y por eso, cuando finalmente
ocurrió, pues hombre: meh. Y qué gran meh, dese cuenta. La muerte y
resurrección de Jon Nieve deberían haber constituido un hito en Juego de tronos
a la altura de la decapitación de Ned Stark y el desenlace de la Boda
Roja, e incluso provocar más conmoción. Uno, porque su asesinato también
estaba previsto en los libros publicados, pero no su resurrección, y ni
siquiera los lectores sabían que pasaría; y dos, porque Weiss y Benioff
habían preparado cuidadosamente el terreno para que el regreso de Nieve
resultase todavía más chocante para los televidentes, y lo hicieron a
costa de grandes sacrificios. El mayor de todos, Lady Corazón de Piedra.
Aunque sabíamos que la resurrección de la carne se contempla también en
la adaptación —y además de dos maneras: como zombi, si median los
caminantes blancos, o volviendo a la vida tras la intercesión de un
sacerdote de R’hllor—, en la tele nunca le había ocurrido a un gran
protagonista. Y solo ahora podemos saber por qué. Si Catelyn hubiese
vuelto a la vida cuando tocaba, al final de la tercera temporada o al
inicio de la cuarta, habría ejercido como precedente. La muerte ahora de
Nieve habría carecido de emoción, porque habríamos anticipado que
resucitaría; y cuando resucitase tampoco resultaría chocante, porque
sabríamos que iba a pasar. Como la muerte de un gran protagonista —la de
Ned—, la sorpresa de la resurrección de otro gran protagonista era
también una suerte de virginidad, algo que el espectador solo podía
perder una vez, la primera. Había que elegir: o Catelyn tempranamente o
Jon mucho después, ya en la sexta temporada. Y eligieron a Jon,
confiados en que así darían una campanada mayor.
¿Y qué ha ocurrido? Justo lo contrario. Un epic fail rigurosamente literal, en lo epic y en lo fail.
Campanada, ninguna. Sorpresa, cero. En todo momento supimos que la
muerte de Jon Nieve era cierta, pero no definitiva. ¿Por qué? Por la
poca maña del texto y la realización. Concretamente, porque Weiss y
Benioff, o quizá la HBO, quisieron que funcionase como cliffhanger al final de la quinta temporada. Y, más concretamente, por la factura de la secuencia que ejerció como cliffhanger, convencional hasta decir basta. Con su plano cenital, su zoom,
su sangre y su apestosa tromba de violines. Y su ubicación exactamente
al final del último capítulo de la temporada. ¿Desde cuándo son las
cosas así en Juego de tronos? Hasta entonces, las muertes de
los grandes héroes habían ocurrido con una realización sobria y muy
singular, desprovista de manierismos melodramáticos; y en capítulos
intermedios de las temporadas en lugar de al final, contraviniendo
todavía más los convencionalismos televisivos. Por eso nos sorprendieron
tanto y por eso no dudamos que fueran ciertas.
Bastaba con hacer lo mismo. Con matar a
Jon igual que a Ned, Catelyn y Robb. No al final de la temporada, sino
en el octavo capítulo o el noveno. No mostrando sus restos en primer
plano, sino veladamente, de lejos o sin hacerlo en absoluto. Habríamos
creído efectivamente que Jon Nieve estaba muerto, para gran flipar, y al
resucitar en esta sexta temporada nos habríamos quedado muertos en la
bañera. Bastaba, en suma, con haber repetido la fórmula, esa forma
honesta de crear sorpresas a través de la técnica, en lugar de optar
esta vez por la forma industrial, la que tiene más que ver con el marketing, los teasers y los trailers. Una pena, la verdad.
5. Jorah Mormont, Jorah que te Jorah
Y mira, hablando de pena, hablemos de darla. Tres veces se han separado ya Daenerys y Jorah Mormont. Tres. Una, dos y tres.
Desde la primera vez en la cuarta temporada hasta esta última, a mitad
de la sexta. Casi veinte capítulos dura ya la cruzada hazmecásica,
pagafántica y nuncafollista del caballero de la triste figura para
conquistar el amor de su Dulcinea particular, o al menos darle pena. O
recabar su perdón, que es una manera de representar lo mismo. Algunos
dieron de sí, estamos de acuerdo. Pocas secuencias hemos visto en Juego de tronos mejores que la del paso de Jorah y Tyrion por la antigua Valyria,
donde el caballero contrajo la psoriagrís. Pero son dos temporadas ya
sin que cambie realmente nada en esta historia de amor que no es tal
cosa, porque Daenerys ya eligió y eligió como Macarena, darse a su
cuerpo alegría y cosa buena. Con Daario Naharis, nos ha jodido mayo. Y
se llegó entonces a un arreglo con los espectadores: Daario se comería
el sándwich y Jorah gozaría de mayor confianza como consejero, un plus
por objetivos y un asiento permanente en lo alto de la pirámide con unas
magníficas vistas a la friend zone. Fin de la historia.
Esto no es un triángulo amoroso. No lo
es en los libros y en la serie tampoco puede, porque no se han
practicado cambios en este sentido. Pero Weiss y Benioff insisten en
retratarlo como si lo fuera. Con los clichés a los que acostumbra el
cine y la tele en estos casos: secuencias a tres bandas, duelos de cornamentas y lo dicho, esos reencuentros machacones entre Daenerys y Jorah que se resuelven siempre igual, con la «Lacrimosa» de Mozart,
el mutis de Mormont por el foro y la certeza —ya impepinable— de que
esto mismo volverá a ocurrir en no más de cinco o seis capítulos. Y la
próxima vez, será la cuarta. ¿Por qué está pasando esto? Por falta de
valor, intuimos. Weiss y Benioff quieren representar formalmente algo
que, en realidad, no está pasando. Y seguramente lo hacen porque piensan
que no tienen elección. En Hollywood y en la gran tele persiste un
miedo atroz a que un gran protagonista no mantenga algún tipo de tensión
romántica, la que sea. No digamos ya si es mujer y en edad de merecer. Y
ocurre que en este punto de Juego de tronos, cuando Ygritte,
Shae, Talisa, Robb y Renly han muerto, hemos consumido ya la mayoría de
las historias de amor, y desde luego todas las emocionantes. Y se conoce
que tiene que haber alguna, por cojones. Weiss y Benioff casi lo
admitieron con el subtexto del diálogo en el que Daenerys manda a Daario a tomar mismamente por donde amargan los pepinos.
Nunca hasta ahora hemos recomendado
matar a un personaje, menos todavía a uno que sigue vivo en los libros.
Pero a Jorah debieron haberlo fulminado hace tiempo, e inexcusablemente
en esta temporada. Las razones, parecidas a las que dimos con Sandor:
lleva seis años, seis, interpretando un mismo papel, el de un Humbert
Humbert coñón. Demasiados para que nos resulte deseable su más que
probable reunión con Daenerys por cuarta vez —¡cuarta vez!—, o acaso
emocionante. Repetimos: las leyes de la vida son unas y las de la
ficción son otras. Hace ya tiempo que Mormont es un zombi narrativo. Por
eso esperamos que cuando vuelva, porque volverá, al menos lo haga
convertido en un hombre de piedra. O en vampiro, qué más da. Pero que le pase algo, por Dios.
Posdata. Parte del metraje de Mormont
podría haberse invertido en abundar en las tramas de Essos, que falta
hace. Y particularmente en la de Varys, el eterno olvidado de Juego de tronos.
Que sí; en esta partida de ajedrez,
Varys y Meñique son los caballos. Saltan por el tablero y eso es parte
del encanto. Empieza a parecer que tienen un jet supersónico cada uno,
pero bueno, vale. Aceptamos pulpo. Ahora bien; después de su profunda
transformación televisiva –porque el Varys de los libros comparte solo
filosofía con el de la serie, y sus actos son completamente distintos–,
que la Araña no se encuentre con Daenerys era una línea roja, y Weiss y
Benioff no es que la hayan pisado; es que han bailado el Kalinka sobre ella. Antes del último capítulo de esta sexta temporada había gente en internet diciendo ya que Varys era una alucinación de Tyrion,
no le digo más. Y cuando por fin Daenerys y Varys compartieron su
primer plano ocurrió literalmente en la última secuencia de la
temporada. Y sin cambiar antes palabras. ¿Imagina usted que cuando ser
Barristan se unió a la delfina Targaryen hubiera ocurrido así,
apareciendo directamente a su vera? ¿O que se hubiera prescindido, en
esta temporada, se la secuencia en que ella pacta su alianza con los
hermanos Greyjoy? Pues eso.
6. A buenas horas, Manosfrías
Es un hecho ampliamente documentado que el diablo está en los detalles. Quedémonos con esta idea preliminar.
No, no le vamos a reprochar a Benioff y
Weiss que nos hayan privado hasta ahora de Manosfrías, ese personaje
enigmático y razonablemente sobrenatural que campa a sus anchas por la
región más allá del Muro. En la cronología televisiva le correspondía
efectuar su entrada mucho antes, cuando Sam y Gilly escapaban del
torreón de Craster en la tercera temporada, y después quedarse largo
tiempo durante la cuarta, al menos hasta que Bran llegaba a la cueva del
Cuervo de Tres Ojos. Durante todo ese tiempo, en los libros, lo
conoceremos por este apodo y lo veremos siempre embozado con un pañuelo,
sin llegar a saber nada sobre su identidad. Y nos diremos: es Benjen.
Pero es que lo mismo nos dijimos en su día sobre Mance Rayder, el rey
más allá del Muro, y luego mira. Y además contemplamos la posibilidad de que Benjen sea Daario Naharis, porque en Juego de tronos ya, lo que veas. Así que Manosfrías era quizá un secreto a voces, pero un secreto. Y en eso estaba la gracia, por supuesto.
Benioff y Weiss, en cambio, no podían
sostener el mismo enigma, y de hecho ningún enigma. Lo suyo es
televisión, y alguien debía interpretar al personaje. Si lo hubiera
hecho Joseph Mawle, el mismo actor que interpreta a
Benjen, blanco y en botella; y si lo hubiese hecho otro, habríamos
descartado que Manosfrías fuese el hermano de Ned Stark. Así que, en
realidad, no se trata de que hayan retrasado simplemente su aparición;
han dejado al personaje en off hasta superar el punto de la
historia al que han avanzado los libros y entonces lo han hecho entrar,
procediendo con todas las revelaciones de sopetón: pum, Manosfrías, pum,
y es Benjen Stark, pum, y además está muerto. O muerto como la gente
está muerta últimamente en Juego de tronos, que no es realmente
mucho. ¿Que la cosa pierde? Nos ha jodido. Pero no había otra manera.
Desventajas que tienen las pantallas frente a las páginas. A cambio, el
sexo en la tele gana una cosa bárbara. Y los septos explotando, ni te
cuento.
Y eso es precisamente lo que vamos a
reprocharle a Weiss y Benioff, porque aquí hemos venido a perdonar
vidas. No los dragones, sino algo parecido: el alce. El alce en el que
cabalga Manosfrías. Que tampoco es un alce, cuidado. Como el mismo Martin escribe,
el animal mide diez pies de altura hasta la cruz, unos tres metros, y
debe ponerse de rodillas para que suban los jinetes. Y en otros puntos
le dedica los apelativos de «gran» y «gigante». Aunque a veces se propone que podría ser un alce americano simplemente muy grande, suele convenirse que se trata de un alce irlandés, también conocido por su —elocuente— nombre científico: megaloceros giganteus.
Se trata de una especie de ciervo, la más grande que ha existido,
extinguida hace diez mil años, a finales del Pleistoceno. De hecho, en
los libros, Martin también se ocupa de mencionar expresamente que la
cornamenta del animal es como la de «uno de los alces gigantes que una
vez vagaron libremente a través de los Siete Reinos, en tiempos de los
Primeros Hombres». Una cornamenta de tres metros y medio de lado a lado,
para hacernos una idea.
¿Cuánto mola la megafauna de finales del Pleistoceno? Muchísimo. ¿Cuánto mola esa megafauna en Juego de tronos? Muchísimo más. Ya lo dijimos a colación de los mamuts:
la aparición de animales no estrictamente fantásticos, sino reales pero
extintos, ubican a la serie en un punto muy singular, muy suyo, entre
el realismo y la fantasía, pero escorándose hacia lo primero. Una gotita
de Parque Jurásico, plic, y solamente una.
Lamentablemente, parece que solo Martin lo sabe apreciar, o al menos que
Weiss y Benioff no lo aprecian más que lo que aprecian la factura de
los efectos especiales. La cuenta es la misma: después de haber omitido
en televisión a la gran osa polar que cabalga Varamyr Seispieles (que
por su altura de trece pies, casi cuatro metros, más parece una
variación ártica del extinto oso de las cavernas que un oso polar
moderno) y de que no hayamos visto tampoco a ningún ejemplar de
gatosombra, el alce gigante de Manosfrías ofrecía a Weiss y Benioff una
última posibilidad de establecer que la megafauna es la norma más allá
del Muro, y de conseguir así lo mismo que Martin en los libros: invocar
con eficacia las grandes extinciones perpetradas por el hombre prehistórico
y la última gran glaciación, entre otras ideas que visten muy bien a la
región más allá del Muro, y por extensión al mundo mismo en el que
tiene lugar Juego de tronos.
El diablo está en los detalles,
decíamos. Vaya que si lo está. Y con este se ha asomado. Tanto que
debemos decir que al menos ya hay una cosa que la hacen mejor en El Hobbit que en Juego de tronos. Quién nos lo habría dicho.
7. Marina Dorne, ciudad de vacaciones
¿Se acuerda usted de los Martell? Haga memoria: pelo negro, constitución chupada, tez aceitunada. ¿No? Pues fueron la Next Big Thing,
los Martell. Por la mala follá, sobre todo, pero no solo por eso.
También practicaban el poliamor, conspiraban que daba gloria y pasaban los dedos por velas, que es una cosa no verbal que los hacemos españoles cuando hay una cámara delante. Eran ellos así, sandungueros y españolazos. Y un poco indepes. Ya lo dijo Tywin Lannister: «No seremos siete reinos hasta que Dorne vuelva al redil». Así que Dorne volvió, y para ello Juego de tronos tuvo que desplazar su monumental aparato de producción a España. Juego de tronos no era Juego de tronos sin el arco de Dorne, o eso pensaban entonces Martin, Weiss y Benioff. Ahora se conoce que han cambiado de idea y han hecho que el reino del sur desaparezca pero así, pin, pan. Drexit
fulminante de Dorne en el primer capítulo de la temporada. Y nunca más
se supo hasta minuto y medio nueve horas después, en el capítulo final. Spain, one point. Lamentablemente.
Contexto: Muchos lectores de George R.
R. Martin ya se quedaron fríos en la temporada pasada, cuando supieron
que media familia Martell ni siquiera formaría parte de la serie. En
particular la princesa heredera, Arianne Martell, que juega un papel
protagonista en los libros y es uno de los personajes que asume el punto
de vista narrativo en Festín de cuervos y Danza de dragones;
y su hermano Quentyn Martell. No revelaremos los detalles; baste decir
que las subtramas de estos personajes tienen implicaciones muy grandes
en la contienda por ocupar el Trono de Hierro, por no decir que
decisivas en este punto de la Canción de hielo y fuego. Sin
embargo, en televisión, tampoco sus actos le fueron legados a otros
personajes, simplemente se amputaron de la narración. Si además se
considera que Oberyn lleva criando malvas desde la cuarta temporada, las
muertes ahora de Doran y Trystane hacen que la familia Martell, que en
los libros sigue relativamente completa y ganando protagonismo, haya
sido completamente desterrada de la adaptación televisiva. Y lo que es
más significativo: Weiss y Benioff también se han asegurado de acabar
con todos los personajes del arco dorniense que retienen cierto foco en
los libros: Areo Hotah y Myrcella Baratheon. Ha sido una purga, sin más.
Se trataba de acabar con el arco.
Pero ¿por qué? Misterio. Aunque doctores tiene Westeros, por supuesto. En Io9, optimistas ellos, decían
al empezar la temporada que Ellaria Arena, la responsable formal y
única superviviente de esta masacre, «puede haberse cargado
completamente Dorne como país pero puede haber salvado Dorne como
trama». Ojalá, pero no. Ni siquiera se ha reemplazado una gran historia
por otra pequeña, porque a minuto y medio
tras nueve capítulos sin Dorne malamente se lo puede considerar una
trama. Y menos cuando los verdaderos protagonistas de ese minuto y medio
son los carismas arrolladores de Varys y Olenna Tyrell. ¿Podría ser
distinto? Seguramente no. Ellaria y las tres Serpientes de Arena
mayores, Obara, Nymeria y Tyene, son cuatro personajes poco menos que
intercambiables entre sí, y tremendamente prescindibles, con una
esperanza de vida narrativa de un cuarto de hora. De hecho, la
perfección con que Weiss y Benioff han abortado el curso de los
acontecimientos en Dorne y la forma atropellada con la que han atado sus
cabos sueltos al remolque Tyrell en el último capítulo invita a pensar
en que aquí no median razones narrativas, sino industriales. Alerta
conspiranoia.
Precisamente mientras se emitía esta sexta temporada George R. R. Martin ha prepublicado un capítulo del siguiente libro de la Canción de Hielo y Fuego, Vientos de invierno,
que tiene por protagonista y punto de vista a Arianne Martell. Parece
poca casualidad que, mientras ella misma y sus satélites ganan
protagonismo en la saga literaria, sosteniendo un gran arco e
implicándose cada vez más en los demás, en la televisión sean
precisamente ellos los que resultan completamente eliminados. Si
tuviéramos que apostar, diríamos que Weiss, Benioff y Martin (que
también es productor de la serie y comparte el mando en las decisiones
ejecutivas, detalle importante) acaban de dar un tajo profundo en Juego de tronos para separar libros y adaptación, y lo han hecho en Dorne.
Ese tajo estaba previsto y abierto ya,
por supuesto. De ahí la omisión en televisión de Arianne y que tampoco
se retrate la implicación activa de los Martell en la causa Targaryen.
Pero los acontecimientos han obligado a Weiss, Benioff y Martin a
acometerlo de raíz, extrayendo Dorne al completo. La razón: el retraso
forzoso de la publicación del próximo libro, Vientos de invierno,
para después de la emisión de la serie en lugar de antes, tal y como se
planeaba en un principio. De esta manera, el inminente volumen
literario ya no será donde se desvele la resurrección de Jon Nieve, la
verdadera identidad de Manosfrías o la destrucción del Septo de Baelor,
por ejemplo; pero cuenta con un arco inmenso, cedido ex profeso por su
hermano televisivo, del que los espectadores —los potenciales lectores,
los potenciales compradores— lo desconocen todo. Y ese arco, lo dicho:
gana más relevancia con cada momento que pasa. Tanto que no parece
descabellado que sea ya determinante en la contienda final por el Trono
de Hierro, al menos en los libros. Oh, porque sí: Juego de tronos tendrá un ganador, y alguien se sentará finalmente en el dichoso trono. Pero la Canción de Hielo y Fuego,
los libros, tendrán también un ganador, y será otro. Habrá dos finales
distintos, uno en la pantalla y otro en las páginas. ¿Que no? Al tiempo.
Y hasta aquí las siete críticas a la sexta temporada. Mañana a la misma hora cantaremos las alabanzas. Le esperamos.
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